domingo, 11 de marzo de 2012

Treinta


Caminaba despacio, ensimismada en mi mente. Fijándome en cada detalle: el olor del día, el rumor del viento, la intensidad del Sol… Hace un día preciso -pensaba- se merece un poco de atención. Mis pies se movían lentamente, como metamorfoseándose con el asfalto a cada rayo de luz.
Me senté en un banco, a apreciar detenidamente las motas que el Sol arrastraba, moviéndolas entre la brisa de la ciudad. Espere, espere y cuando llegó el momento me levanté y proseguí mi lento viaje.
Un hombre negro cogía a su hijo por los aires y el niño reía sin cesar. Haciendo resonar sus carcajadas por la, a estas horas, vacía calle, Observé como un chico de tez morena sonreía al ver la escena, yo también lo hice. A veces es tan fácil sentirte bien…
La vía del tren serpenteaba bajo nuestros pies, el moreno se  paró y comenzó a observar la, para mí, tan conocida estructura. No sé por qué lo hice, pero yo también me paré. Me parecía increíble que alguien como él sintiera curiosidad por una vía. Él caminaba lentamente a dos metros por delante de mí, yo acompañé mi paso al suyo, para observarle desde atrás. Empezaron a desfilar por mi mente montones de preguntas que nunca serían respondidas. ¿Cómo se llamaba? ¿A dónde iba? ¿Por qué andaba despacio? ¿Qué le hacía parecer feliz? ¿Cuántos años tendría? Algunas respuestas fueron inventadas por mi mente, otras quedaron sostenidas por unos instantes y después desaparecieron. Pero había una que quizás era capaz de responder. ¿Cuántos años tendría este chico? Era joven, su tez estaba tersa y relajada. Pero su delgadez y el curtido de su piel le daban un aspecto de unos cuantos años más del que tendría.
Seguimos caminando, me pregunté hasta dónde juntos. Llegué a las proximidades de mi casa y elegí el camino soleado. Él también fue por ahí. Entonces, cuando estaba a punto de irme para no volver a verle jamás, le miré. Y el me miró, con una sonrisa de dientes blancos preciosa.
-Disculpa – me dijo.- ¿Cuántos años tienes?
Le miré paralizada por la situación, pero mi voz resultó serena cuando dije sonriendo:
-Dieciséis, ¿por qué?
-Porque nunca había visto a ninguna persona por la calle a la que quisiera conocer. Pero eres un poco pequeña, disculpa. Ya sabes, la diferencia de edad es algo grande.
No me lo pensé dos veces cuando pregunté:
-¿Cuántos años tienes?
-¿Cuántos años me echas?
-Mmmmm…- Todas mis cavilaciones del cuarto de hora anterior vinieron a mi mente. ¿Qué es lo que había desencadenado todo esto? Me sentí tambalear por la situación.
-Eres joven, unos veinti… ¿treinta?
-Sí, justo, tengo treinta exactos.
-Oh, yo bueno, me tengo que ir. Adiós.
-Adiós. – Y me sonrió sin miedo.
No miré atrás, sentí pinchazos en los muslos y una voz en la conciencia que me decía que algún día aprendería que los desconocidos son eso, desconocidos. No vuelvas a  intentar desvelar su existencia. Y es que cada día me sorprende menos vivir estas situaciones.

1 comentario:

  1. Joder que puta razón tienes... es que es eso los desconocidos son al final desconocidos :S Ayy Cuando llegan realmente a dejar de serlo¿?! :S
    Un abrazo!

    ResponderEliminar